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Oscuridad

En la oscuridad, abrió la puerta y entró en su casa. La oscuridad adentro era aún más oscura que en la calle. Agitó la mano suavemente delante de su cara, para ahuyentar los fantasmas que venían a recibirla. Después, prendió la luz. La luz tenue del hall de entrada. Creyó llegar a ver la estela que dejaba alguno de los fantasmas al escaparse de la luz, hacia algún lugar oscuro de la casa. Siempre les quedaba algún rincón oscuro en el que guarecerse.

Colgó el saco y el sombrero. Dejó los guantes sobre el baúl, junto a la cartera, y entró en el salón. Siete cortos pasos hasta el interruptor. La luz inundó el salón. Los fantasmas no estaban esperándola allí; conocían la rutina. Más tarde, cuando estuviera en su cama, estarían acechando, esperando que apagara la luz para meterse entre las sábanas con ella, para acunarla con los temblores de la tristeza y los suaves balanceos del recuerdo. Se dormiría cantando su mantra de décadas: “hay soledades más solas que la mía.” Dormía bien; salvo los días de humedad porque sus huesos se habían avejentado, junto con su pelo y su piel. A los huesos les hacía mal la humedad, a su piel, la sequedad, y a su pelo, claramente, las dos cosas.

Por la mañana, la luz del sol despertaría primero a los fantasmas, que se retirarían a algún rincón oscuro, tal vez debajo de la pileta de la cocina o adentro del aparador, entre los platos de fiesta. Después, el sol la despertaría a ella, el pálido y tibio sol del invierno. Tal vez sería un día tranquilo, podría escribir un poco, salir a caminar, tomar café en el patio del mercado. Tal vez la llamaran sus amigas, para encontrarse a compartir historias de fantasmas, de los vivos y de los otros, en el almuerzo, sintiéndose jóvenes pero con derecho a largas sobremesas. Tal vez la llamaran sus hijos o sus nietos; de todas formas, a ellos los vería el día de verlos, y de nada servía adelantarse.

Su vida había tenido momentos de ternura que ella misma, su vida, había intentado hacer desaparecer con una ferocidad implacable, junto con los momentos de risa y los de pasión. La ferocidad había sido tal, que la vida, cualesquiera fueran sus motivos, casi había logrado su cometido. Pero ella había vencido, contra toda probabilidad, como quien se abraza a un junco en un vendaval, y ya no se sabe quién tiene a quien, pero los dos sobreviven y son ellos aun pero ya no los mismos. Así se aferró ella a sus fantasmas, a los vivos y a los otros, y los buenos recuerdos sobrevivieron al vendaval, como los tesoros que salvan los náufragos o que llevan consigo los que huyen de la violencia.

Hoy sería un buen día porque había sol y en invierno eso viene con cierta sequedad en el aire. Mucho mejor que los días de lluvia, porque, como todos sabemos, para hidratar la piel basta una buena crema, pero para secar los huesos hay que morirse, y morirse no estaba en los planes. Todavía debía ver a los hijos y a los nietos el día de verlos, y debía encontrarse con las amigas para largas sobremesas, y debía volver a sus fantasmas, que la estarían esperando ansiosamente, en la oscura oscuridad, para meterse con ella entre las sabanas y hacerla temblar de tristeza o acunarla con aquellos recuerdos que juntos habían protegido del feroz vendaval.

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