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Princesa

‘Julieta, Julieta.’ La llamó la voz de su príncipe en el sueño. Se despertó pero no abrió los ojos. Se quedó quieta, en la penumbra, disfrutando del eco de la voz. Después juntó las manos sobre el pecho, entrecruzando los dedos, como vio que lo hacían las nenas en algunas series antiguas de televisión, y le pidió a dios que su príncipe no se llamara Romeo. Solo entonces abrió los ojos, saltó de la cama y descorrió las cortinas.

Afuera la luz era gris, el cielo plomizo, y el movimiento de los árboles delataba una suave brisa. La penumbra del cuarto se mezcló con la penumbra de afuera, como se mezclan los sueños con la realidad si una no apresura el despertar. Sería un día como cualquier otro día de otoño. Las veredas estarían llenas de hojas crujientes que podría patear en su caminata matinal hasta la escuela. La humedad del aire, sin duda, pondría a los adultos de mal humor. Los chicos, en cambio, cuyos ánimos son inmunes al clima, estarían ya corriendo en el patio, cuando ella se aproximara, pateando hojas crujientes. Ocupados con las ocupaciones del recreo, gritando, cuchicheando, empujando, saltando. Los gritos la hacían sonreír, le generaban un dejo de ansiedad placentera; sabía que a la escucha, apresuraría el paso para perderse lo menos posible del alboroto matinal. No la pasaba mal en la escuela, pero tampoco bien. A pesar de estar rodeada de gente, se sentía sola; le faltaba la voz de su príncipe, que en sueños la llamaba “Julieta, Julieta.” También extrañaba su cuarto y sus muñecas. Las paredes verdes del aula le daban sensación de encierro; hasta le parecía que los olores eran olores encerrados, enmohecidos. Es verde botella, le habían dicho, y desde entonces se imaginaba presa, como un genio de arabia, adentro de una botella verde que, ojalá, todas las tardes alguien recordara frotar.

Serian, como de costumbre, siete largas horas afuera de su cuarto y lejos de sus muñecas. Tal vez hoy llevaría una en su mochila. Los libros le entrarían igual, y confiaba en que se quedaría quieta y no le haría pasar vergüenza. Sabía que así se sentiría menos sola y hace tiempo que había aprendido a cuidar de sí misma, de esas pequeñas cosas que hacen toda la diferencia.

A pesar de sus esfuerzos y sus cuidados, tenía momentos de desesperación, de violenta congoja. Cuando llegaban, temía que nunca se fueran, que se quedaría así, triste, con la cara hinchada y colorada, para siempre. Pero siempre pasaban. Con el tiempo, había aprendido que su temor era injustificado; no dejaba de sentirlo, pero, en lugar de combatirlo, dejaba que la envolviera, junto con la congoja y la desesperación, como quien se deja acunar por las olas después de un naufragio, haciendo el mínimo esfuerzo necesario para mantener la boca y la nariz fuera del agua, sabiendo que pronto seria rescatada.

Salió del cuarto y arrastrando los pies atravesó el largo corredor que llevaba hasta el baño y hasta la otra habitación. La rutina la fastidiaba pero le permitía seguir pensando en su príncipe, en su cuarto, y en sus muñecas. ¿Qué muñeca llevaría hoy? El olor al desayuno llegaba sólido hasta arriba; le hizo ruido la panza. Serían otra vez tostadas con mermelada y café con leche, para tener energía y lucidez, le decían. En la escuela, tal vez, le darían leche con chocolate; así la tomaría, sola no. La leche sola es para los gatos, pensaba. Y no quería ser gato, ni en esta ni en ninguna otra vida. En otra vida le gustaría ser princesa y encontrarse con su príncipe. Le gustaría llamarse Julieta. Solo esperaba que él no se llamara Romeo.

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