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Martes de lluvia

Se sentía morir todas las mañanas, porque morir es una sensación, como dice la canción, y se acostaba envuelta en las llamas del infierno todas las noches. Esas llamas que como todos sabemos, aterrorizan pero no queman, son heladas, inmemorables, azules, llenas de caras que nos miran, irreconociblemente reconocibles. Lo del medio, lo que restaba de vida, estaba bien, lo recorría en trance, entre la muerte matinal y el infierno nocturno.

Abrió los ojos y se dejó morir, como quien deja entrar el sol de primavera o la brisa de otoño. Sabía que era el momento de una dificultad inconmensurable, levantarse para recorrer el mundo en trance. La noche no era menos difícil pero se sentía inevitable, a veces merecida, otras, necesaria, y la recompensa era morir por la mañana.

Los sonidos de ese otro mundo en el que estaba condenada a vivir le llegaron en cámara lenta – o como sea que se le diga al sonido cuando viaja lentamente. No había escapatoria, el mundo no había cambiado tampoco esta noche, mientras yacía en su infierno de llamas heladas. Se dijo ‘no hay escapatoria’ y después, ‘no hay salida’ – era su agnosticismo, al que se apegaba con furia y desesperación, llenándole la cabeza de posibles escenarios con dioses vengativos y celosos.

Apoyó los pies desnudos en la cerámica fría de su cuarto, era la sensación que la volvía de la muerte y la ponía en trance. Debía parecerse a la electricidad que había sentido Frankenstein al nacer. Su imagen la miró desde el espejo, el camisón traslucido le daba un aire fantasmal. La ducha haría el resto del hechizo. Se secaría en trance, se vestiría en trance, y bajaría las escaleras en trance. Ese otro mundo en el que estaba condenada a vivir, estaría funcionando a toda marcha, ajeno a su dislocación, sea por ignorancia o por desinterés.

Ya en la calle, le pareció que llovía, le pareció que era martes, le pareció tomar el colectivo. El día transcurrió, seguramente, como un martes de lluvia, y el colectivo la llevó hasta el centro, y luego la trajo de vuelta. Y al caer la noche entró en esa casa, que parecía la suya, y dejó que los ruidos y los silencios la envolvieran como si fueran suyos. Las ausencias la espiaron desde las puertas entreabiertas. La fastidiaban las puertas entreabiertas, pero la desmoronaban las puertas cerradas, el misterio de lo que hay del otro lado mientras una no está mirando, como ese gato que está simultáneamente vivo y muerto hasta que uno abre la caja y lo observa.

En la cocina, calentó algo para comer. Era su agnosticismo que la hacía comer y dormir y levantarse y transcurrir. Pero a estas horas, el hechizo se desvanecía, le temblaban apenas las manos, era el frio que llegaba desde su cuarto envuelto en llamas infernales. Subió las escaleras y se deslizo dentro del camisón y bajo las sabanas. Abrió los ojos grandes, bien grandes, para devolverle las miradas a las caras que la miraban desde las llamas. Era una manera de abrazar la desolación, de no resistirse, de volverse permeable, casi inconsistente. Le parecía que cada expiración marcaba el lento camino a la mañana. A alguna hora inhóspita, sus ojos se cerrarían, y solo los abriría de vuelta para dejarse morir.

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